viernes, 26 de enero de 2018

EL ESCRIÑO

Es una tarde opaca del mes de enero, el horizonte está indefinible, y yo, configurado con el paisaje, empalagado de tanto dulce, tanta luz, tanto whatsup, tanta hojarasca navideña, estoy con hastío, abúlico, sin GPS en mi mente y transfiero mi mando al devenir del coche para que me guie. En frente el roquedo de Peña Horcada. Me guían a Mieza, mi pueblo. Alguien maneja mi barca.
   Pero mi pueblo ya no es el pueblo mío. La plazuela de Las Eras está solitaria, sin rapaces, las puertas cerradas, las chimeneas no vomitan humo. Desganado me siento en el poyo de piedra donde se sentaba mi madre a la puerta de su casa orientada al mediodía en la explanada del Juego Pelota, una buena solana abrigada del aire del norte. El poyo tiene de respaldo una lancha con ondulaciones en la parte superior donde afilaban las poaeras y juciñas. ¡Cuántas veces cabalgamos los rapaces a lomos de este respaldo y a lingorras, a la pirindola y a la trompa en las lanchas del suelo! Ahora el hastío me acompaña.
El sol va de caída y comienza a refrescar, pero la piedra del poyo conserva aún el rescoldo caliente del viejo sol de la tarde. La vieja casa está deshabitada, algo que me fue tan familiar.


Sin querer mi mente divaga por la selva de mi infancia ya difusa y me asaltan recuerdos fugaces como nubes que cruzan el azul firmamento, como mariposas que pisan flores sin dejar rastro. Yo los atrapo con un cazamariposas. De pronto veo a mi madre con las gallinas, a mi hermano que lleva el mulo a abrevar al pilar, a mi hermana Rosa regando los tiestos en el balcón, a los rapaces que juegan en el Frontón, a la pelota, al marro, a la poisa, a la pídola, a la comba, a la rayuela, las chimeneas fuman humo. Todo es falso. Mi mente está pintando mi viejo pueblo. Se abre la puerta de mi casa. Me asusta y me provoca. Alguien me guía.


 Un instinto me impele a entrar en casa. Vago por ella como una sombra medrosa. Subo, bajo, entro y salgo de los cuartos. Me muevo receloso como si mi madre estuviese esperándome en cualquier rincón. En la planta de arriba, está el cernidero donde las telarañas del olvido cuelgan del techo y de las paredes cubiertas de polvo que dan un tono grisáceo y claroscuro al ambiente con los últimos resplandores que se cuelan por las claraboyas de algunas tejas rotas; son los últimos rayos de sol que se cuelan indiscretos y oblicuos como tubos de cristal de laboratorio en los que se ven miles de partículas en suspensión.
Ahí está el viejo horno de hacer el pan sobre rodrigones de madera, con su enorme boca abierta y negra, a su lado la tapa y la pala con el largo mango de madera para meter las hogazas de pan, el gancho de hierro para meter la hornija y extender el borrajo dentro del horno, la artesa donde mi madre cernía la harina, una corcha cilíndrica de un metro de altura para almacenar centeno. Cuando mi madre hacía el poco pan que podía en su gran necesidad me regalaba una aguador, una tira alargada de masa en forma de ocho. ¡Aquella aguador dorada y crujiente de mi madre no volverá!
En un rincón del cernidero está el “ceazo” de cernir, bieldos, una criba y un escobajo, un escriño medio destartalado con los mimbres deshilachados y lleno de de cachivaches. Algo me impele a vaciarlo, no sin cierto recelo porque el polvo estaba enmohecido y pegado al trenzado y a los enseres. Al debrocarlo me sobresalté. Mil remolinos se agitaron en mi mente y mis sentimientos revolotearon como pájaros espantados y piando en desbandada. Allí estaban mi enciclopedia de Grado Medio con las pastas abarquilladas y varias hojas comidas, mi catecismo del Padre Astete húmedo y mohoso, mi pizarra de la escuela con los cuatro palos del ensamblaje destartalados, una cuerda descompuesta que ataba un pizarrín estilado y un trapo sucio carcomido por la polilla. Con este trapo borraba la pizarra previo salivazo sobre ella.
Allí estaban las castañuelas de madera de alguergue que me enseñó a hacer el abuelo Tirarira, una pirindola que yo había hecho de madera de olivo con las letras T (todo), Q (quita), D (deja) y P (pon), una pelota ya carcomida hecha de lana que habría sisado a mi madre de un ovillo o calcetín viejo, una lata de sardinas atravesada con un palo de madera y dos ruedas de corcho en los extremos y que era el carro en mis juegos, una flauta hecha de cañilero (sauco), llena de corcoma. Entonces tenía ilusión de ser tamborilero como el tío Zambo  El tamborilero.
Y entre todos estos juguetes había un ratoncillo muerto, disecado como una corteza y con el rabo tieso. Tenía los ojos abiertos y saltones pero sin brillo. Me daba temblor tocarlo no se me quebrase como una oblea. Pero, ¿cómo había venido este intruso a morir aquí, entre mis juguetes?
De pronto los juguetes comenzaron a tener vida y hablarme. Mi mente fabricaba recuerdos que se agitaban, se retorcían alborotados en espirales de incienso. Renacían los recuerdos... Mi garganta se obstruía. Mi corazón trabajaba en emergencias. Era todo un torbellino de emociones en polvareda. Unas escenas sucedían a otras, se agolpaban, se superponían, sin lógica, sin orden. Los recuerdos me gesticulaban en lenguaje de sordos, todos querían hablarme, se empujaban, brincaban unos encima de otros, me abroncaban, parecían un avispero en efervescencia dentro de mi cabeza. Y en este borboteo, jugaban, gritaban, zumbaban, corrían. No había ni un juguete regalo de Reyes Magos, entonces eran muy pobres. Todos eran hijos míos, los había hecho yo, yo les había dado vida, y reclamaban su parte de herencia de mis recuerdos, excepto el pobre ratoncillo, un cadáver en medio de aquella algarabía de vida. Él no tenía derecho a un recuerdo mío, y no me lo exigía.
¡Cuánta vida estaba dormida en el escriño desvencijado! ¿Es un regalo de mi madre? Seguro que ella, en mi ausencia, lo había mirado muchas veces en sus horas de soledad y de recuerdos. ¡Pobrecilla! Ella, la tía Antonia la Viuda, una mujer fuerte para alimentar a sus hijos en años de cruda realidad, ella había recogido aquí mis juguetes para sorprenderme un día. ¡Gracias, madre, has vuelto a darme la vida con esta bella Navidad!
Recopilé todos mis juguetes, incluido el intruso ratoncillo muerto, éste como contraste de lo que ya no resucita y lo que puede revivir recuerdos cazados al vuelo para exponerlos en el tenderete de mi vida. Ahora me recreo a mí mismo y navego sin rumbo sobre el escriño en un mar de recuerdos.
Para la gente que pasa al lado de este escriño destartalado no ve más que trastos viejos, muertos, como para mí la momia de este ratoncillo. Ahora lanzo mi escriño al borrajo incandescente de mi imaginación para incendiar e incensar mis recuerdos.
Pobre del alma que ha echado todos sus recuerdos al ventisquero de los tiempos, al pudridero del olvido y camina sin ilusión acercándose al precipicio del vacío. El presente es inestable, el futuro incierto, y si el pasado está vacío… ¿qué grano muelen sus molinos en los ratos de soledad?
El niño de estos juguetes se había perdido en la selva de las tareas pero se ha reencontrado discutiendo con sus propios recuerdos en la ermita de este cernidero olvidado. La infancia se agosta por los deslumbres de la juventud, por el ahogo de las dificultades, pero al final se reencuentra en la vejez. Somos niños perdidos porque el hombre, en su absoluta fragilidad, es niño eternamente. Y triste del que no cierne sus recuerdos y no se reencuentra. Si borras de tu vida talismanes como: jugar, cantar, amigo, amar, fe, ilusión, golondrina, confiar, soñar, flor, árbol, montaña…, serás el árbol más agónico y solitario de la colina.
Si un día un samaritano pasa al lado de este escriño desvencijado y en sus ojos siente unas arenillas que le rozan sus pupilas, le humedecen sus ojos, le borbotea su corazón…, entonces yo vuelvo a sentir el rescoldo del poyo de mi puerta, a ver cernir a mi madre, a oler pan caliente y ese día volveré a jugar en mi Juego Pelota, iré a la escuela con D. Aniano, a la catequesis con D. Juan, volveré a ir a nidos, a hacer castañuelas y pirindolas, a oír el sonido del aire. Ese día, si abren mi tumba, yo estaré vivo y el samaritano amigo me gritará: ¡levántate…!. Y yo seré...

EL NIÑO PERDIDO Y HALLADO ENTRE SUS JUGUETES

                                       
                                   Venancio Pascua Vicente   

jueves, 25 de enero de 2018

RECUERDO DE LAS FIESTAS DE MIEZA

De reojo guiño con una mirada retrospectiva a mi pueblo por el retrovisor de mi mente. Los que tenemos pueblo, en cuya tierra hemos hincado nuestras raíces, Mieza, olemos a pueblo. Y este olor a pueblo sólo lo huelen los del rebaño, los de pueblo
Las fiestas se han disipado ya. Tanto ruido, tanta foto, tanto toro, tanto baile, todo se ha esfumado. La plaza queda vacía y sin música, sin aquella música atronadora que irritaba y hacía vibrar las campanas de la torre. El pueblo se queda triste. Se marchan los jóvenes-fiesteros. Quedan los abuelos sentados al sol en el poyo de su puerta, oyen cómo rugen los coches al subir, donde se van sus hijos, sus nietos, los de las peñas, las de los piercings, diabólicas de buen ver, las que enseñaban los ombligos, los dibujos en las fachadas jugosas de sus lumbares, espaldares, abdominales, muslares y pechugares. ¿Tendrían Adán y Eva redondos los ombligos? Tal vez los tuviesen cuadrados y con el rodaje y el tiempo se fueron  gastando y redondeando.
La abuela y el abuelo se quedan solos, si tiene aún esta suerte la pareja, y con su mejor amigo, el bastón. Mueven sus cabezas, pesarosos de tantas cosas prohibidas y deseadas en su tiempo que no les fueron posibles y que ahora resucitan. Es ya tarde.
La abuela murmura:
-¡Ay mundo, mundo... Mundo, mundo pecador…!   
-Y ¡qué truhán es! -responde el abuelo
Han llegado los atardeceres del septiembre nostálgico: las calles del pueblo se quedan vacías, las sombras se alargan, el tordo lanza silbidos tristes desde el álamo y el viento juega con las hojas secas revoloteándolas por rincones y caminos solitarios.
Volví al pueblo el uno de noviembre, día de cementerios, día de revivir recuerdos. El pueblo volvió a alegrarse en un día de sol espléndido, el cementerio estaba lleno de sol y de vivos presentes…, también de sombras y de muertos ausentes. Pero a media tarde volvieron a zumbar los coches carretera arriba y nos fuimos todos. Había sido una obnubilación. Allí quedaron los abuelos, solos, los que hacen pueblo.
¡Qué solos se quedan los pueblos! Y ¡qué tristes quedan los viejos en mi pueblo! ¿A dónde han ido aquellas músicas y fotos, aquellos bailes y toros?
Abuelas enjutas, agalbanadas, secas de piel, secas de vientre, secas de pechos, de lagrimales, secas, resecas de todo. Aquellos rostros de porcelana en la juventud que se han despostillado y agrietado como los viejos platos. Pero de mirada dulce.Pies de labrador, entumecidos. Manos de labrador, encallecidas, huesudas, amoratadas en cuya palma una gitana leería mil historias. Manos acartonadas por la artrosis, manos de un Cristo sufriente. Caras sombrías, rostros agrietados como el pergamino de un viejo mapa de Mieza. Se apaga el brillo en sus ojos, ojos que han vivido mil percances, y ya cansados, adormecidos, indiferentes, perdidos, ojos de alzhéimer, ya no recuerdan. Ojos que se apagarán como el suspiro en un crepúsculo. Y el alma… ¿Quién osa describir sus almas…?.
Estos abuelos son los mejores historiadores, los que mejor pueden explicar la historia. Tienen tranquilidad y silencio, “el músculo duerme, la ambición descansa”. Todo son meditaciones. ¿Por qué los abuelos son universales? La abuela castellana es igual que la abuela china, la australiana, la argentina. La abuelatura es una licenciatura con valor universal. De rapaces formaron bandadas, de mozos fueron quintos, de maduros se emparejaron, y hoy de viejos… ¡ay, de viejos muchos andan solos!.
En el libro “Educación Para la ciudadanía” de una comunidad se dice, que “los jóvenes sean injustos con los hombres maduros” porque “si no, los imitarían y la sociedad no progresaría”. Es decir: rompe con tus mayores para que la tradición se rompa y la sociedad se reinicie y progrese. Soltar amarras con los mayores, enfrentar hijos contra padres, generar rencor entre ellos. Así el papá Estado podrá adoctrinar a los hijos. ¡Qué nadie politice la soledad de los pueblos vacíos!
Se necesita una simbiosis entre los viejos y los jóvenes, entre los viejos del lugar mantenedores del pueblo, los que hacen pueblo, el pueblo de Mieza, y entre los jóvenes que no hacen pueblo pero sí hacen fiestas, las fiestas del divertimento del verano con sus peñas. Sin los jóvenes no habría fiestas. ¿Las habría sin los viejos, mantenedores del pueblo donde malvivieron soportando penas?
Miradle a los ojos de estos rudos labriegos, conservan una rara sensibilidad. Y es que:
La Ribera tiene un alma
entre sensible y austera,
amasada día a día
sudando esta bella tierra.
¿Tendrá remedio esta soledad, este abandono, esta tristeza de mi pueblo, Mieza? ¡Qué nadie politice la soledad de los pueblos vacíos!